En la actualidad vivimos un escenario en donde las identidades individuales y colectivas han alcanzado un altísimo grado de complejidad gracias a la superposición, solapamiento y convivencia simultánea de múltiples actos de identificación. Este juego de identidades, heterogéneas y cambiantes, y su consiguiente diversidad de posicionamientos, ha significado abrir la puerta a diferentes formas organizativas y repertorios de acción colectiva nunca antes vistos en la historia de la humanidad. Así, luchas como la feminista, la anti-extractivista, la de derechos de diferentes grupos específicos (e.g.: niñez y adolescencia, pueblos indígenas, diversidades sexogenéricas, etc.), y otras, han desbordado las formas tradicionales de acción con una constante innovación de escala global.
El amplísimo abanico de apuestas organizativas y banderas de lucha que coexisten actualmente habla también de una mayor complejidad de los problemas e inquietudes que aquejan a los diferentes grupos humanos, lo que determina que las demandas que estos sujetos enarbolan contra agentes públicos, privados o contra la sociedad en general, sean igualmente complicados. Se podría decir, de cierta manera, que a cada demanda particular le corresponde una identificación, temporal o cristalizada, específica y viceversa.
Sin embargo, esta diversidad identitaria no necesariamente es sinónimo de una mayor movilización o capacidad de acción colectiva, ya que la misma pluralidad muchas veces ha sido la razón para la desconexión o distanciamiento de las luchas, entre aquellos que están o buscan estar organizados, o el pretexto para que los individuos renuncien a toda forma de organización colectiva al conformarse con un ensimismamiento gozoso en el autorreconocimiento de su particularidad.
Uno de los ejemplos más alarmantes de esta situación puede graficarse en la franca retirada de la identidad vinculada a uno de los movimientos sociales de mayor trayectoria y relevancia del último siglo y medio: la de los trabajadores. El trabajo, como uno de los espacios más importantes de socialización de la vida, ha ido perdiendo su rol privilegiado en la organización y la activación de la acción colectiva. De ser uno de los núcleos alrededor de los cuales se organizaba la vida política, social e incluso cultural de muchas sociedades, las organizaciones sindicales tradicionales se han convertido en espacios envejecidos y alejados de nuevas demandas y discursos, adquiriendo un aire de reliquia del pasado.
Aquello no solo es responsabilidad de los cambios en el mundo de la economía y el trabajo, de las reformas estatales que dificultan la organización o de las caducas lógicas de los sindicatos tradicionales y sus dirigencias añejas, sino también es producto de la renuncia consciente e inconsciente de quienes, a pesar de ser sujetos del trabajo, se niegan a asumir esa categorización. El trabajador o la trabajadora parecen ser, en muchos discursos cotidianos, una figura distante cuya existencia se reconoce pero en cuyo espejo las clases intermedias no buscan reconocerse, encontrando mayor complacencia en las halagüeñas estampas del empresario/emprendedor independiente.
El problema de esta posición, de la renuncia a reconocerse como trabajador y trabajadora, es que aquello no implica, mágicamente, tomar posesión de los medios de producción o, de manera más práctica, librarse de los efectos de la [auto] explotación laboral, de la precarización de las condiciones de trabajo, o de los cantos de sirena del emprendedurismo neoliberal. Esta alienación del trabajo, a más de extrañar al sujeto del bien o de los servicios que su esfuerzo ha producido, lo ensimisma de su propia condición de sujeto histórico con la posibilidad de transformar sus condiciones y las condiciones de vida de los otros y las otras.
La alternativa a ello, contrariamente a lo que podría pensarse, no es descartar las otras identidades que atraviesan a los sujetos, tampoco lo es obturar las diferencias o subordinar las particularidades frente a un discurso único y dominante del trabajo como centro político. Pero sí lo es el reconocer que un carácter común y compartido, como trabajadores y trabajadoras, puede servir tanto de puente entre las diferentes luchas como de prisma para percibir matices que intencionalmente los poderosos buscan diluir. La clase social, con sus múltiples matices y contradicciones materiales y posmateriales, existe y nos marca.
Por esto, el seguir renunciando a esta identidad implica declinar la posibilidad de tener algo que decir y algo que hacer en el espacio y práctica donde, de manera remunerada o no remunerada, estamos constantemente produciendo y reproduciendo la vida.